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¡Ha nacido el Salvador!, anunciaron los ángeles. Entre los rebaños para los sacrificios del Templo nació el único Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. De Belén salió el gran Pastor, como lo anticipaba la profecía. Del linaje de David vino el gran Rey.

Mas hoy, a más de 2000 años del gran acontecimiento, para “las fiestas”, entre luces, estruendos y obligados augurios, se promueve el protagonismo de Santa Claus, el arbolito y los regalos, mientras la gente se apresura en una inusual carrera por comprar, comer y beber, en un curioso impulso social por festejar en familia. Pero.., ¿festejar qué?
¿Y qué acerca de la verdadera historia y sus poderosos mensajes?
Hoy parece que muy pocos tienen algo ciertamente relevante que anunciar a un mundo cansado de buscar, en la costumbre misma de festejar, en los afectos y en los buenos deseos, un efímero rayo de esperanza que lo sostenga para sobrevivir un año más.

El montaje festivo de cada diciembre se ha instalado en nuestra sociedad en forma de “cultura navideña”, atractivas ofertas para que la gente disfrute “el espíritu navideño”, con el indiscutido protagonismo de Santa Claus en dibujos animados, comerciales, vidrieras y películas, al extremo tal que la Navidad ha llegado a ser la fiesta de “un niño olvidado”. Satanás, el mundo por él orquestado y el orgulloso ego humano, nublan, distorsionan y reemplazan los grandes mensajes del cielo; llenan de bullicio los días, sosiegan a las personas con efímeras y huecas esperanzas, con el fin de distraerlas de escuchar la más gloriosa y estremecedora noticia: Dios ha visitado el planeta Tierra; se hizo bebé, miembro permanente de la multitudinaria familia humana.

Que estos sencillos estudios sobre los hechos históricos y bíblicos nos ayuden a recuperar y a apreciar, a festejar y a testificar la auténtica Navidad: La encarnación de Dios, la perfecta entrada del Señor en el mundo para ser partícipe del género humano y ejecutar, en sus planificados tiempos, sus extraordinarios propósitos.